Grité con todas mis fuerzas. Con mi estómago, apretando los esfínteres, poniéndome morado. Grité desesperado, acusando al mundo de cruel y a mi torturadora de inhumana. Dejé salir la voz de un dolor profundo, del desamparo, desde el fondo de la sospecha de que nadie en este mundo me ayudaría, de que estaba solo y de que así sería para siempre. Mi grito circunstancial se convirtió en uno existencial que hizo eco en las paredes de mi prisión. Supe, se me reveló la naturaleza de mi destino, cuando la puerta se abrió ligeramente, la mano hermosa y distante de mamá apagó la luz, y desapareció otra vez, con el sonido que sellaba mi cárcel hasta el día siguiente.